Una despedida es todo aquello que envuelve el momento en el
que un pez se te escurre de las manos y agoniza en la arena.
Entonces, se agotan los recambios, desaparecen todos los
soportales, los segundos se convierten en libros de mil páginas cayendo violentamente
de la estantería al suelo, las canciones decapitan. No sientes nudos en la
garganta sino los cordones bien atados de un ejército de niños repipis con
náuticos. Intuyes en la mirada del resto el peor de los desastres naturales, se
declara el Estado de alarma, deduces de los restos la miseria. Se evapora su
tacto y te martirizas cada noche haciendo lo posible por recordar su voz a la
vez que temes que esto ocurra. Anotas cuándo será la próxima revisión del gas
como si te importara, reservas en cada viaje una plaza a su recuerdo (cada vez
más difuminado), haces un boceto de la masacre e intentas que prescriba el
delito arañando cielos desesperadamente buscando
algo de luz. Los ascensores se cierran,
los autobuses te dejan en tierra, los chicles se vuelven insípidos de tanto mascar
e inventas historias para poder contarle, por si vuelve.
Mientras, el pez sigue agonizando y lo único que se te ocurre
es suplicar que, por dios, no se muera.
Lo absurdo, eso sí que golpea fuerte.