lunes, 27 de junio de 2022

Por defecto

Trato continuamente de engañar a la cabeza para no caer en el pensamiento recurrente que subyace en las cosas tangibles e intangibles con las que topo. 


Como la conversación de la mesa de al lado sobre un viaje a Cádiz, la referencia al Romancero Gitano o que me pregunten cuál es el mejor concierto en el que he estado en mi vida. Como el 82% de las canciones que suenan en cualquier lista de reproducción aleatoria, dos personas que se quieren por la calle, una película que echan por la tele y que un día vimos, o una que no vimos, pero creo que te encantaría, aunque ya no te pueda avisar para que la pongas. Incluso una que estoy segura que detestarías. En ese caso, incluso me vienen a la mente los comentarios críticos que harías en cada escena. Acto seguido esa seguridad en la que me estaba recreando se desvanece al caer en que dejé de reconocerte hace ya mucho y quizás la película que creo que sacaría a relucir tu parte más quejillosa ahora sea tu favorita. 


Pero no solo me llevan a ti las grandilocuencias. También lo consigue lo más vulgar: una portada de un periódico, una salida de emergencia, un picaporte de una puerta… Soy experta en encadenar pensamientos que por poco poéticos que sean y mucho que disten de ti me acaban conduciendo a lo mismo. Te pongo un ejemplo que probablemente te parecerá ridículo (hasta a mí me lo parece): el otro hice la declaración de la renta y la guardé en una carpeta en la que había un archivo con fecha de mayo de 2021. Al verlo, de pronto, se me apretó fuerte el nudo que me frecuenta, pues por esas fechas todavía me acariciabas. Y deseé con fuerza retroceder en el tiempo. Luego me rasgó por dentro la inconsciencia que tenía aquellos días acerca del temporal que acechaba. ¿Puede haber algo menos profundo que la declaración de la renta? Pues ni con esas. 


Tampoco ayuda el hecho de que cada vez que llamo a un taxi aún me pidan confirmar si soy tú. Y es que estás presente en demasiadas cosas por defecto.  


Pese a todo esto, hay muchas huellas que se han borrado. Imagino que es cuestión de  supervivencia.


Ya no recuerdo qué trozo de mi cara era tu favorito. Ni siquiera puedo asegurar en qué lado estaba. Aunque creo que en el de la izquierda. 


Tampoco sé cómo era exactamente el sonido que hacías para absorberme el dolor del pecho. 


La palabra también me atormenta. Según mis cálculos, cada mes que pasa olvido una media de tres palabras o códigos que fuimos tornando en propios. No es fácil aceptar que de un día a otro muriera un lenguaje, el cual fuimos amoldando e irguiendo con suma templanza y lucimos con orgullo durante tanto tiempo. 


Pero, sin duda, lo que más me agrieta es no recordar cuál fue el último beso. Aunque no debería, trato de rebobinar, pensar en situaciones de aquellos días. Intento hacer memoria, pero no hay manera. ¿Sería en mi casa, en el coche, en la puerta de un bar, enfrente de un estanco? No tengo ni idea. ¿Sabes por qué? Porque yo no era consciente de que ese iba ser el último. Ni lo podía imaginar. Y esta idea me parece terrorífica. 


Me alivia y asusta a partes iguales tener la certeza de que cada día que pase recordaré un poco menos de ti. Es una cuenta atrás.  Llegará el día en que no distinga bien en el boceto deformado que mi mente ha ido pintado lo que realmente tuvo lugar y lo que no. ¿Imaginas que un día no puedo discernir si los globos rojos de Lisboa fueron reales? 


De momento, muchas noches cierro los ojos y se me aparece en primer plano una lágrima recorriendo tu cara dorada mientras atardece en la Playa de la Victoria. O tu voz diciéndome que lo que más te gusta del mundo es cuando nos reímos piel con piel o que cogerme de la mano es el reflejo de quererme. Vaya cosas. Qué suerte que a ti no te pase. 


Otras, en cambio, me deslumbra el sol cegador del último día: rememoro la forma en que me pusiste una mano en mi nuca y la otra sobre la mía, que se posaba en la palanca de cambios. Y me taladran los pocos segundos que tardé en quitarla. Resuena todavía el portazo, creo que involuntario, que diste al bajarte en el semáforo de siempre. Nunca volvió a ser el mismo. También recuerdo que no te despediste. Ni siquiera dijiste adiós. 

Estoy en mi cama, pero vuelvo a recorrer una vez más ese camino que hice tantas veces de vuelta a casa: cruzo el subterráneo, tomo la segunda salida en la rotonda...  Y me punza el recuerdo del golpe que me dio en ese momento la idea de que ya había tenido lugar la última vez que tuvo sentido ese trayecto. 


Por no hablar de los sueños, que ni sé si prefiero que sean bonitos o feos. ¿Qué es mejor? ¿Soñar con que todavía me quieres y lidiar al despertar con la idea de que todo lo que he vivido la noche anterior es mentira? ¿O resistir la embestida de tu entereza y la forma hierática con que me sostienes la mirada hasta en el mundo onírico? No sé.