viernes, 20 de septiembre de 2013

Manzanas en septiembre.

Septiembre llega oliendo a hogar y,
a la vez,
a descampado lleno de hierbajos.
Agosto es
clavarte en un bar,
septiembre,
anclarte en un mar.

Este mes admira más a las estrellas fugaces
que a aquellas que decoran ese telón azul
girando fieles siempre en la misma órbita.

Septiembre reclama buscarse en otros parpadeos.
No hacerlo es
como ver llover unos ojos
y no querer admitir el llanto,
como cruzar la meta
y negar el fin.

Septiembre es otoño disfrazado de verano,
mordiscos camuflados de caricias,
explorar facultades como si fueran castillos,
inmortalizar en el tiempo ayeres que ya no vuelven
ni huelen.

Coloniza los huecos existentes entre
la piel y la cordura,
el divagar y la mesura,
el volar y la llanura.

Septiembre deja grifos abiertos
que gotean restos de verano
que no dejan dormir.
Cloc,
        cloc,
               cloc.
Y duele.

Septiembre vomita
canciones de orquesta
y te tira a la cara con rabia
bailes improvisados en su ombligo
mientras se ríe de los recuerdos.
Olvida versos que conmueven,
impone clases de tres a ocho
que son como las manzanas de Sabina
que no quiere comer
dos veces por semana.

No te engaño,
septiembre
                me
                      mata,
septiembre
              me
                  ata.


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