jueves, 17 de octubre de 2013

En ocasiones veo vivos.

Acaricio los restos del incendio
como quien abraza al pasado
sin darse cuenta de que
entre sus brazos
no cabe una silueta vacía.

Atesoro llamadas capaces de
borrar indicios de tristeza,
síntomas de la más cruel enfermedad.

Insonorizo
-sin éxito-
habitaciones en las que aún rechina
el suelo de madera
que soportaba nuestros bailes.

Ilumino mi propia vida con
la frecuencia umbral.
Siempre estoy al límite de la oscuridad,
a un traspié de abandonar
la maratón que me lleva a tu boca.

Retraso el plan de mi vida
como quien le pide
cinco minutos más al despertador
y pienso que puede existir un plan en el que basarlo
-y besarlo- todo.

Renuncio a las conversaciones de rigor,
a las miradas de rencor,
a los gestos a medias,
al doble de dolor.

Desdibujo la pena
con los de siempre,
donde siempre,
a la hora de siempre.
Borrar sería muy sencillo.

Malgasto deseos pidiéndote siempre a ti
y las estrellas fugaces,
las pestañas
y las velas
me odian por ello.

Remunero encuentros que
te cambian el día a día,
que al fin y al cabo,
esto es mucho mejor que
que te cambien la vida.

Observo,
escucho,
valoro,
hago crítica
e intento crecer.
No te lo vas a creer,
en ocasiones,
veo vivos.

Castigo al equilibrio
cada vez que vuelves
en forma de canción,
de poema
o incluso,
de fórmula en la clase de física,
maldita sea.
Y es que,
la fuerza de rozamiento no
se atrevió a frenar mis instintos,
mis regresos con las manos manchadas
de corazón
porque pierde su tiempo
con cajitas de seis kilos de masa.
Como si fuera eso más importante...

Analizo ausencias,
busco responsables.
Y esto me agota.







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